Miércoles 13 de marzo, desde mi cuaderno de apuntes esenciales, después de infructuosos intentos de escribir con lápiz lila.
Increíble lo caprichoso de este lápiz… ¡A la basura!
Así con la misma firme decisión debiese suceder el desprendernos de las relaciones tóxicas que arrastramos a lo largo de nuestra vida. Y al fin, libre de los remordimientos implantados de forma arbitraria en nuestras mentes y conciencias, seguir nuestro camino con la renovada determinación de continuar evolucionando positivamente como personas.
De ello debiese tratar el tan famoso “libre albedrío”. Y no tan solo de usar una u otra etiqueta religiosa, moralista, y/o ideológica, sino, en reconocer y valorar el derecho a poder desprendernos de todas. Sin distinción, ni menos, temor.
Libres, por dentro y por fuera.
Sucede que estos pensamientos me brotan porque últimamente estoy cada vez más harta de tener que escuchar o leer voces adoctrinantes en todo sentido.
Desde lo más recóndito de mi alma reconozco el derecho de cada cual de elegir lo que mejor le acomode para realizarse y ayudarse en el tránsito de esta vida. Pero, constatar que mismos se erigen en entidades valóricas contra viento y marea, y más encima pretenden convencer al prójimo a la fuerza, sencillamente, ¡me apesta! Contrariamente a lo que se pudiera esperar, ello en mí causa un efecto contrario. Es decir, me alejo.
Pienso, después de mucho desmenuzar el tema, que lo que me repele es “la forma”, más que “el fondo”. Ejemplos, hay muchos. Y el exceso de celo se puede aplicar a un sin número de agrupaciones, seguidores “de”, simpatizantes “de”, etc., etc.
Ilustro con un tema cualquiera: los animalistas (con quienes comparto el amor y valoración a los animales. Pienso que muy pocos serían capaces de contradecir su preocupación por los llamados hermanos menores y lo importante que es contener la extinción de las especies. Pero pretender que todos/as piensen igual y lleguen al extremo de priorizar la vida animal a la humana…vamos, hasta allí compartimos camino.
Así como ellos, al voleo y en lo cotidiano, puedo pensar en casos de celo excesivo de parte de:
Ciclistas (que desprecian por parejo al conductor y al peatón, y juran las veredas son todas suyas).
Grafiteros (no hay pared o espacio liso que se salve de su “arte”, y… ¡ vaya alguien a decirles que los espacios comunes son para cuidarlos!).
Vegetarianos (¡Cómo te miran cuando te ven comer carne!). Amantes del yoga (quien no medita, es un subhumano ).
Machistas y feministas. Las últimas, con innegables razones para serlo, pero desgraciadamente, hay muchos casos en que cuando se trata de lapidar “al otro”, no existe tanta diferencia entre ambos sexos.
En el cajón de “lo más sabido”, conviven adherentes de clubes deportivos, políticos de variadas tendencias, artistas egocéntricos, religiones y/o sectas sin distinción.
¿Qué une a lo anterior e incluso a más?
Pues, la intolerancia. La ceguera a reconocer que las verdades no son absolutas. No pueden serlo.
Incluso en los nuevos “textos iluminados” sin etiqueta que suelo leer en Internet, me encuentro con mucho de lo que hablo: un incansable empeño en que tú pienses desde cierta óptica, sin permitirte pisar otro “cuadro del tablero” para averiguar cómo se ve desde allí.
¿Muy crítica? Sí, obvio lo soy. Mas no ceso en mi empeño de defender mi derecho a pensar diferente y a obtener enseñanza conforme a la propia experiencia. Después de todo, “…no hay camino. Se hace camino al andar”.
Amanda Espejo
Quilicura, marzo – 2019